La muerte de Francisco Rosende ha suscitado un sentimiento de pesar entre los economistas chilenos y conmovido a muchas generaciones de estudiantes que lo tuvieron como uno de sus más distinguidos y predilectos profesores. Su dilatada trayectoria como estudioso de la economía lo señala como uno de los profesionales chilenos más influyentes en las últimas décadas.
Su sólida formación académica y templado rigor analítico le permitieron destacar como profesor, investigador y temido polemista. Su paso por la Universidad de Chicago consolidó su formación en economía y fue allí donde se empapó de la llamada “Escuela de Chicago”, a la que rendía tributo al calificarla como la “Meca” de la investigación de frontera en economía. Solía repetir con mucha convicción que, “si Adam Smith es el padre de la llamada ciencia de la decepción, Chicago es su capital”. Es difícil encontrar un economista tan celoso defensor de los principios de Chicago o del paradigma de la buena ciencia económica: comprender que los fenómenos económicos del mundo real requieren de una teoría que los explique, que la teoría es irrelevante a menos que esté comprobada por la evidencia empírica y que, en ausencia de razones que digan lo contrario, los mercados sí funcionan.
Francisco Rosende fue un economista prolífico. John Newman decía que las grandes cosas se realizan por hombres que insisten en una sola idea. Para Rosende su idea central fue siempre “el dinero sí importa”. Su obra estuvo particularmente asociada a la Teoría Monetaria y a la importancia del dinero y de los movimientos en los agregados monetarios por sus efectos en la marcha de las economías y, por tanto, que la estabilidad económica de las naciones descansa al final en la estabilidad de las monedas y del sistema de pagos.
Pero Francisco Rosende no sólo destacó como insigne economista en una profesión que parece fría y poco humana. La cercanía con sus estudiantes y el cariño que estos le tenían era su modo de establecer puentes de diálogo y como un camino fecundo para representar sus convicciones y transmitir sus ideas. Era exigente, pero ecuánime. Su mansedumbre, ese justo medio que describe Aristóteles en la “Ética a Nicómaco”, era lo que mejor representaba el carácter de Pancho. Un hombre manso y afable que vivió “libre de enojos”, “benigno y misericordioso”.
Su segunda casa, como lo dijo muchas veces, fue la Universidad Católica. Allí destacó con luces propias como decano durante 18 años de la Facultad de Economía y Administración, dando renovados impulsos a su desarrollo para situarla como uno de los centros de investigación en economía de mayor renombre en América Latina.
Asimismo, su voz madura y sabios consejos eran escuchados con atención en sus intervenciones como miembro del Honorable Consejo Superior, a través del cual ejerció importante influencia en las decisiones de política académica y de conducción económico-financiera de la Universidad.
Los últimos meses de Francisco fueron de un dolor físico extremo, el mismo que padeció el Padre Hurtado.
Estoy seguro que en su intimidad, resonaron en Francisco las palabras del santo chileno a quien admiraba: “Alegría, ¡y qué feliz se vive cuando se piensa en lo eterno! Allí está mi morada… ¿Dolores? Pasan, pero la eternidad permanece. ¿Muerte? No, un hasta luego, sí, ¡hasta el cielo! ¡Hasta muy pronto!”.
Publicado en
La Tercera.