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Trump y los economistas

9 de febrero del 2017


Revuelo han causado las primeras semanas de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. En política migratoria, la prohibición arbitraria de entrada a ciertos países del mundo árabe. En comercio internacional, la sepultura al TPP y al TTIP antes de que vieran la luz y la advertencia de que el NAFTA será el próximo acuerdo de libre comercio en su mira. Si bien esta visión proteccionista ha recibido criticas transversales desde la disciplina económica, ninguna de sus medidas se aleja de lo que planteó en la campaña. Cabe preguntarse entonces por qué una gran masa de votantes fue indiferente a los efectos adversos de estas medidas señalados por la evidencia empírica, y qué responsabilidad le cabe a los economistas en esta disociación con la opinión pública. Una primera aproximación la planteaba hace algunos meses Dani Rodrik (columna en Project Syndicate “Conversaciones honestas sobre comercio”, noviembre 2016): la economía enarboló las bondades del comercio internacional en el neto sin advertir rigurosamente sus costos para ciertos grupos de productores y categorías de trabajadores, mermando su credibilidad frente a la población. Dado que los estudios señalaban cuantiosos aportes agregados del comercio internacional, existía el miedo a que cualquier matiz concediera terreno a visiones proteccionistas. Paradójicamente, esta actitud fue la que terminó dando cabida a los argumentos contrarios entre los sectores más directamente afectados por la globalización. Otro aspecto interesante se refiere a la evolución del perfil de los economistas en el tiempo. Gregory Mankiw (The macroeconomist as scientist and engineer. The Journal of Economic Perspectives, 2006), señala que mientras los primeros macroeconomistas buscaban resolver problemas prácticos, impulsados por responder a la Gran Depresión de 1929, en las décadas recientes el foco ha estado en desarrollar herramientas analíticas más sofisticadas y establecer principios teóricos. Sin embargo, muchas veces estas herramientas y principios han tenido dificultades para encontrar su aplicación en la política económica. Aún reconociendo la necesidad de ambos roles para el avance de la economía, la tendencia reciente ha llevado a distanciar los consensos académicos del debate público. Un último flanco se abrió tras la última crisis financiera, el llamado “síndrome de la pretensión de conocimiento”, abordado por el economista chileno Ricardo Caballero (Macroeconomics after the crisis: time to deal with the pretense-of-knowledge syndrome. The Journal of Economic Perspectives, 2010). La crítica apunta a que el núcleo de la economía ha estado hipnotizado por las lógicas internas de sus propios modelos, confundiendo la precisión cuantitativa alcanzada en un mundo de laboratorio con lo que efectivamente sabemos del mundo real. Esta pretensión de conocimiento tiende a dejar de lado el modo de exploración constante del entorno, y más peligroso aún, mientras los economistas juegan sus propios juegos internos, dejan el debate de política económica en manos de comentaristas informales. La responsabilidad de la aparente perdida de relevancia de la evidencia macroeconómica para la opinión pública recae, al menos en parte, en tendencias y circunstancias de la propia disciplina económica. En un paralelo con la vida religiosa, es perfectamente posible que un monje aislado en oración encuentre una espiritualidad más satisfactoria que un pastor dedicado a evangelizar a su pueblo, pero luego no podrá sorprenderse de que la fe pierda lugar en la población. Es de esperar que en el debate presidencial que se avecina en nuestro país la economía no se quede encerrada en si misma, sino que contribuya activamente a mejorar el nivel de las política públicas. Columna publicada en el Diario Financiero.
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Economía Internacional
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