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Educación Superior o el desencanto de una reforma

13 de agosto del 2016


El gobierno ha logrado una difícil marca con la reforma a la educación superior: un acuerdo transversal de las distintas corrientes y visiones para calificar que el proyecto de ley es, en muchas materias, un evidente retroceso. Sectores progresistas de izquierda han expresado su desaprobación porque mantiene la lógica mercado-estado y la gratuidad universal queda en entredicho. Desde luego, porque el gobierno desechó la tesis de un aporte institucional a la oferta de largo plazo, y mantuvo la idea de un subsidio a la demanda que porta el alumno y que fija la ley de presupuesto. La gratuidad universal, exhibida como ícono del progresismo, es derribada de su pedestal al figurar con tal exigencia presupuestaria que sólo en un hipotético horizonte, como decía Lord Keynes, un plazo tan extenso “en que todos estamos muertos”, podría llegarse a la utopía. Por su parte, las instituciones estatales no reciben nada que no tengan hoy. Ya existe en la Ley de Presupuesto vigente un Convenio Marco de financiamiento exclusivo para ellas. En la otra vereda la situación es inquietante. En algunos casos, se trata de la calidad o de la fractura de un modelo inclusivo para atraer estudiantes vulnerables o simplemente de la sobrevivencia. Desde luego, dentro del Cruch el grupo de los G 9 pierden el AFD y el AFI, que hoy está incorporado en el financiamiento permanente de los gastos fijos de la investigación y también financia parte de los gastos de la operación. No gozan de un trato especial, y pese a que se crearía un fondo alternativo a estos recursos basales, hay incertidumbre porque no son permanentes y se teme un deterioro de la calidad. Por otra parte, hay dos factores que pueden producir una tormenta perfecta para sus universidades con mayor trayectoria y prestigio en investigación. El avance hacia la gratuidad el 2018 hasta el sexto decil de pobreza, con un aporte por debajo del costo de la educación y la fijación de vacantes y de aranceles, amenaza generar un importante déficit presupuestario. ¿Y qué pasa con el resto de las universidades privadas? Sin aportes basales, sus aranceles reales son significativamente más altos que las del Cruch y, en consecuencia, la transferencia por gratuidad, que es un promedio que nivela hacia abajo, las dejaría posiblemente con una brecha financiera negativa muy profunda. Lo más probable es que no se plieguen a la gratuidad. Y respecto a las universidades sin acreditación, que de acuerdo al proyecto de ley no podrán mantener ese estatus en el futuro, se ve difícil que puedan lograr en el nuevo contexto su acreditación institucional en un marco más exigente y muchas de ellas deberán cerrar. Es decir, 50.000 estudiantes que deberán reubicarse. Así las cosas, el proyecto de ley abre un enorme interrogante sobre el nivel y autonomía financiera de las instituciones. A ello se agrega una subsecretaría, órgano político del gobierno de turno, que se transforma en el “gran regulador”. Fija no sólo las políticas públicas, sino los instrumentos de admisión a las instituciones, los estándares de acreditación sobre calidad y los aranceles de matrícula, todo lo cual se constituye en una amenaza a la autonomía y libertad de enseñanza. El escenario más probable es un deterioro generalizado de la calidad, un traslado masivo de estudiantes pobres a universidades con gratuidad que no se ven preparadas para recibir este contingente, y una eventual segregación con universidades privadas no adscritas sólo con estudiantes de mayores ingresos. ¿Y las del G9? Por ahora son las más perjudicadas y es difícil avizorar su destino. Columna publicada en La Tercera.
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Educación
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Carlos Williamson

Ingeniero Comercial UC y Master of Arts de la Universidad de Chicago, EE.UU.

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