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Un buen gobierno universitario

9 de marzo del 2017


En la discusión de la reforma a la educación superior poca atención se ha puesto a la gestión universitaria. Y en ello el gobierno corporativo es un factor crucial. No se trata de que una ley defina en detalle cómo se tiene que administrar una institución universitaria de un modo que invada y coarte su autonomía, sino que se establezcan cánones básicos que garanticen una correcta dirección y que no haya fraudes a la fe pública. Las universidades son organizaciones sociales gravitantes por su labor formativa. En ellas se depositan las esperanzas y anhelos de miles de jóvenes. Un estado de naturaleza dónde todo cabe es poco responsable. Así, el proceso de toma de decisiones debe contar con dos características: una autoridad central que lidera y toma la gestión y un órgano o consejo que sirve de guía. Los gobiernos corporativos de las “grandes” universidades exhiben un grado importante de “gobierno compartido” o alianzas basadas en la confianza, donde participan las unidades académicas y donde, a veces, se nutren de la sabiduría de personeros externos independientes. En esta materia estamos mal. En un vasto conjunto de universidades chilenas no hay un órgano colegiado superior con participación de académicos o decanos, o externos independientes que compartan las funciones normativas y ejecutivas. En muchas ni siquiera participa el rector ni su equipo en la junta directiva. Y la opacidad es enorme. En un alto número no hay información en los sitios web sobre las atribuciones de la junta directiva, o sobre los estatutos, ni información sobre los planes de desarrollo estratégicos. Es urgente fortalecer el proceso de toma de decisiones y garantizar una correcta gestión, evitando colapsos económicos como ha ocurrido en la Universidad del Mar, en la Arcis y posiblemente en otras como la Iberoamericana. Lo común en las tres ha sido una débil “gobernanza”, con una orfandad de buenas prácticas financieras y poca transparencia respecto al uso de los recursos y excedentes. De paso, una regulación pública laxa y a destiempo. ¿Cómo entender que se acrediten universidades cuyos informes de autoevaluación son manifiestamente pobres, anegados de flancos por dónde se cuelan amenazas a la fe pública que auguran una zozobra académica y económica casi segura? Tampoco se trata de confiar en un administrador provisional que ha probado ser inútil y llega cuando ya es tarde. Nuestras universidades deben instalar buenos gobiernos corporativos para asegurar que se honra el compromiso de contribuir a la transmisión de nuestro acervo cultural, desarrollar las ciencias, las artes y las humanidades y, ni más ni menos, entregar una educación de calidad. En ese sentido, la reforma actual en el Congreso tiene una mirada mezquina y quizás obsesiva; sólo interesa poner cortapisas a la dirección por el tema del lucro. Un buen gobierno universitario es mucho más que eso. Columna publicada en La Segunda.
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Educación
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Carlos Williamson

Ingeniero Comercial UC y Master of Arts de la Universidad de Chicago, EE.UU.

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